Rueda el tren con ruido de hierros por las yermas llanuras de la meseta central. De vez en cuando detiene su marcha en las estaciones donde abigarrado conjuto de vendedores ofrece a los viajeros viandas y mercaderías.
El paisaje es siempre el mismo; interminables hileras de magueyes, alineados como escuadrones, que se pierden en la extensión de la llanura o que trepan por montículos cercanos como verdes arañas de gigantescas patas. Los volcanes, la blanca mujer dormida y su adusto guardián, han quedado atrás, pero aún se les vé; al frente el Citlaltépetl, el "cerro de la estrella", bello como su leyenda, altivo se destaca.
Súbitamente la Naturaleza cambia su decoración. El tren desciende reptando por la vía, atravesando puentes y túneles. La montaña envía su resinoso perfume y allá abajo juega un rayo de sol en los cuadros verdes de los sembradíos. El pintoresco pueblo de Maltrata parece, desde la altura, la ciudad enana de un camposanto.
El tren ha terminado su descendimiento; la máquina resopla jadeante; parece cansada de su empresa. Los carros, como vértebras de una negra columna, atraviesan el valle de Ahauializapan, que en la lengua de los nativos dice poéticamente "alegría sobre las aguas". Unas estaciones más, los pueblos fabriles y sonando agudamente el silbato, el furgón enfrena su carrera en Pluviosilla.
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El aspecto de la ciudad es muy particular. Las casas en su mayoría son bajas, de un solo piso, y debido a que la lluvia es casi constante, extienden sus tejados sobre las banquetas. Las calles se alargan hasta encontrarse con las floridas cercas de los solares.
Las ventanas de recios hierros están abiertas; se percibe el perfume de los ocultos jardines y se ven los pisos de mosaicos en las habitaciones.
Tranquilos hogares provincianos donde ha hecho su aposento la paz. Casas construidas a la usanza castellana; de simétrica disposición dejando un cuadro para las flores; un surtidor repite el motivo de su lánguida canción y en los pequeños prados los rosales se engalanan con sus efímeras joyas y los tulipanes en rojas flores ofrecen la generosa dádiva de su sangre.
Al pie del cerro, la Alameda con sus altos árboles que se mecen bonachonamente al viento, tiene un agreste aspecto. Pasa la leve neblina; amorosamente envuelve a la serranía y se desgarra en sus alturas erizadas de pinos.
De garita a garita tiende su espinazo la calle real hasta llegarse a la silenciosa ciudad de los muertos. Las torres de San José de Gracia, San Juan de Dios y San Miguel se elevan solemnes sobre el caserío de tejados en vertiente; más lejana, la torre trunca de la Concordia teniendo por fondo la calcinada mole del Escamela; las campanas desde lo alto, con esa voz acariciante de las campanas provincianas, invitan a la oración.
Casi en el centro de la ciudad está el Parque; prados donde florecen las más bellas flores, la araucaria escala sucesivamente las manos abiertas de sus ramas y las palmas mueven sus verdes penachos en el aire. A un costado el Teatro, al otro la Parroquia y un poco más lejano, como avergonzado, el Palacio de Gobierno.
Bajo los arcos de los siete puentes pasa la corriente del río; ya tranquilo y rumoroso entre las guijas, ya revuelto al precipitarse en los bajos de su lecho.
De tiempo en tiempo interrumpen la calma los silbatos de las fábricas; después torna y se siente en el paisaje y en las cosas el encanto de la provincia.
La vida pasa con un tranquilo regocijo que hace del sitio un refugio de paz y de amor. Las gentes son afables, llenas de nobleza y de lealtad; los viejos fuman con la beatitud de sus almas sencillas, y en las hermosas mujeres anida la dulzura.
La leyenda del escudo que Carlos III diera a la blasonada villa de Orizaba, reza con justicia: "Benigno el clima; fértil el suelo; cómodo el sitio y leal el pueblo".
La rica vegetación y el agradable clima prestan mayor encanto al lugar. Los alrededores son hermosos; cañaverales, arroyos, barrancas, jardines y huertos silvestres. Cuando la atmósfera es diáfana se admira la nevada punta del volcán, brillante como la estrella que le dió su nombre.
Los montes hunden sus gibas entre las nubes. En la tarde, de la gris lámina del cielo descienden tenues hebras de cristal.
Celestino de Herrera
Revista "Alborada" No. 43
Agosto 13 de 1922
Orizaba, Ver.